La botella dejó de estar medio vacía. Ahora ya no había nada. Tras su diaria ingesta de alcohol, tuvo ánimos para salir a la calle. No se sorprendió de la facilidad con la que consiguió salir del ascensor. Parece que el vodka daba fuerza a sus pasos y ligereza a su cabeza.
Hacía sol, un sol de justicia. Las personas con las que se cruzaba aparecían como manchas difuminadas entre las fachadas de los edificios. Estaba buscando algo, pero no lo encontraba. Se paró en seco. Sus gafas de sol ocultaban sus ojos plagados de miedo y angustia.
Echó a correr. Perdió un zapato, pero no miró atrás. Las piedras se le clavaban a cada paso que daba, y terminaron por hacerle una herida en el talón. Ahora sus huellas eran algo más que polvo, ahora había sangre.
Llegó a su destino. Ahí estaba. Lo vio, sentado, con su cigarro en la mano y su mirada perdida. Comenzó a acercarse a él con la mejor de sus sonrisas. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que él no estaba solo. Una princesa de cuento se había colado en su historia. Y estaba dispuesta a llevarse a su príncipe.
La vuelta a casa fue más tranquila. Dejó de cojear. Había terminado por quitarse el otro zapato y echárselo al bolso. Paró en el supermercado de la esquina para comprar otra botella. Pero esta vez decidió que se merecía un buen whiskey.
Subió a casa. Se quitó las gafas de sol y el vestido. Odiaba los vestidos. Odiaba el alcohol. Y odiaba el amor. Pero a todo había que echarle un par de hielos. O no.